Para el viajero cansado de tanto dormitar en las praias de ensueño, el barrio cultural Santa Tereza se presenta como la alternativa perfecta para disfrutar de otro día más en Río de Janeiro.
Todo es humedad en Río. Los gruesos follajes de los árboles acompañan esta primera subida y amortiguan el calor tropical. Por entre los cables eléctricos se dejan caer espesas ramas cargadas de hojas verdes. De a poco van quedando atrás los innumerables puestos donde se disfruta de refrescante y económica cerveija. Allá abajo, turistas y oriundos acostumbran sentarse a beber en sillas y mesas plásticas, todas rotuladas con la ya archiconsumida Skol. Los primeros atisbos pintorescos hacen su aparición: murales extensos que homenajean a las más grandes estrellas de fútbol del Brasil: Pelé, Ronaldinho, Kaká y los demás. Todos vistiendo, orgullosos, la verdeamarela.
Imponentes construcciones de siglos pasados se erigen entre la selva que intenta retomar su espacio, cedido a la urbanidad. Pareciera ser que la jungla no se ha dado por vencida; se hace presente en todo espacio que se lo permita. El colonialismo portugués se encargó de dejar en estas frescas sombras su legado. Caserones de varios pisos y palacetes centenarios se encaraman en la ladera. Su decadencia es majestuosa. Amenazan, sus años, con dejarlos desparramar por la ciudad. ¡Qué bueno que no tiembla en Brasil!
Conforme se aleja del centro, las puertas de las posadas se van abriendo. En su interior albergan los atèliers de artistas que se han apoderado este sector. Tras la decadencia de la aristocracia, y luego de que un alud obligara a la nobleza a retirarse del sector, los hippies cariocas, en los años 80’s, se tomaron las bellas y desvalorizadas construcciones; las reciclaron, y convirtieron en “imperdibles” de la Ciudad. De a poco fueron arribando otros artistas: músicos, pintores, escritores, fotógrafos y artesanos.
Sin necesidad de poner mucha atención, es perceptible aún el aroma de las especias calentadas unas pocas horas antes, para el almuerzo. Muchos restoranes tipo “picadas” se han instalado aquí. Quizás intuyeron la necesidad del turista de conocer espacios auténticos. Propios. Reales. Qué ganas de haber probado esas ricas feijoadas.
De pronto, la caminata –siempre en subida- puede volverse un poco agotadora. Quizás sea el momento perfecto para detenerse a comprar un recuerdito. Lentes de sol, pañoletas, aros, pulsera y collares con materiales de la zona. Hay desde artesanía indígena a glamorosas prendas de vestir. Dignas de la más cosmopolita de las garotas. Si el calor tiene afectado al buen turista, no debe temer. Aún cuando no se vean los mismos locales de la parte baja con sus mesas y sillas que llaman a descansar, siempre es posible encontrar una variable de Skol bien helada. La opción puede ser, también, una gaseosa. Bien conocida es la refrescante Guaraná.
…y cae la noche
A medida en que nos acercamos al final de nuestro recorrido, se ve que varios otros han querido conocer lo mismo que nosotros. Desde todos los accesos van llegando más y más personas. Alemanes, japoneses, uno que otro francés, e incluso pudo verse un neozelandés. A lo lejos ya comienzan a sentirse los tambores. De pronto, aparecen los carritos. Algo similar a los anticuchos, pero de pollo, y sazonados en un polvo de quién sabe qué cosas. Y la especialidad de las fiestas cariocas: el alcohol barato y callejero. Por 3 Reáis, algo así como seiscientos pesos, las más deliciosas caipirinhas. De Mango, de maracujá. El comercio empieza a cerrar. Se nos unen los artesanos que hace un rato pintaban sus locuras. Se nos unen los niños. Pequeñas de 3 ó 4 que bailan como si fuera su única obligación.
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