Para el viajero cansado de tanto dormitar en las praias de ensueño, el barrio cultural Santa Tereza se presenta como la alternativa perfecta para disfrutar de otro día más en Río de Janeiro.
En los Arcos de Lapa, un antiquísimo acueducto situado en el llano de la ciudad, en la Plaza Largo da Lapa, comienza el paseo hacia el cerro Santa Tereza. Espacio artístico cultural emplazado al costado de uno de los accesos al Corcovado, donde mora el patrón de la Ciudad: O Cristo Redentor. Abriéndose paso entre travestis que invitan a disfrutar de las “otras” bondades de la ciudad, se llega a la calle que rodea las laderas del cerro.
Todo es humedad en Río. Los gruesos follajes de los árboles acompañan esta primera subida y amortiguan el calor tropical. Por entre los cables eléctricos se dejan caer espesas ramas cargadas de hojas verdes. De a poco van quedando atrás los innumerables puestos donde se disfruta de refrescante y económica cerveija. Allá abajo, turistas y oriundos acostumbran sentarse a beber en sillas y mesas plásticas, todas rotuladas con la ya archiconsumida Skol. Los primeros atisbos pintorescos hacen su aparición: murales extensos que homenajean a las más grandes estrellas de fútbol del Brasil: Pelé, Ronaldinho, Kaká y los demás. Todos vistiendo, orgullosos, la verdeamarela.
Al final de la calle; una ancha escalinata de piedra. No más tránsito vehiculizado por un buen rato. No confundir con la Escadaria del chileno Selarón, conocida internacionalmente por sus coloridos mosaicos de azulejos del mundo. La que nos invita a subir está roída por el moho y un poco curvada. Eleva el recorrido en unos cuantos metros. Desde abajo pareciera ser la entrada a una casa particular. Blanca, dos pisos y de grandes ventanales. Pero al ir llegando se aprecia que es sólo un efecto visual. La realidad es que se abre paso hacia una nueva calle empinada, esta vez, en dirección perpendicular.
Tan fascinados están los cariocas con sus belezas, que ni siquiera se acuerdan de apagar la luz. Cuatro de la tarde, plena luz de día y el alumbrado público implora por descanso. En pocas horas deberá comenzar otra jornada de trabajo, y al parecer, los postes este día no tuvieron respiro. Pero esto no les quita las fuerzas. Saben que cuando caiga la noche nadie podría dormir. Conocen lo que viene, y no se lo quieren perder…
Imponentes construcciones de siglos pasados se erigen entre la selva que intenta retomar su espacio, cedido a la urbanidad. Pareciera ser que la jungla no se ha dado por vencida; se hace presente en todo espacio que se lo permita. El colonialismo portugués se encargó de dejar en estas frescas sombras su legado. Caserones de varios pisos y palacetes centenarios se encaraman en la ladera. Su decadencia es majestuosa. Amenazan, sus años, con dejarlos desparramar por la ciudad. ¡Qué bueno que no tiembla en Brasil!
Por el suelo de adoquines cruzan tranquilos los rieles de algún tren de antaño. Pero no es cualquier y simple vagón. Es un Bonde. Uno de los últimos. Desde 1986 que sale del centro de la ciudad y en 15 minutos trepa por la ladera de un morro, cruza por sobre Los Arcos de Lapa y recorre Santa Tereza. Es gracias a los moradores de “Santa” –como cariñosamente le dicen- y su eterna lucha por posicionarse como un barro histórico cultural, que el Bonde puede seguir siendo el principal medio de transporte del Cerro.
Conforme se aleja del centro, las puertas de las posadas se van abriendo. En su interior albergan los atèliers de artistas que se han apoderado este sector. Tras la decadencia de la aristocracia, y luego de que un alud obligara a la nobleza a retirarse del sector, los hippies cariocas, en los años 80’s, se tomaron las bellas y desvalorizadas construcciones; las reciclaron, y convirtieron en “imperdibles” de la Ciudad. De a poco fueron arribando otros artistas: músicos, pintores, escritores, fotógrafos y artesanos.
Sin necesidad de poner mucha atención, es perceptible aún el aroma de las especias calentadas unas pocas horas antes, para el almuerzo. Muchos restoranes tipo “picadas” se han instalado aquí. Quizás intuyeron la necesidad del turista de conocer espacios auténticos. Propios. Reales. Qué ganas de haber probado esas ricas feijoadas.
De pronto, la caminata –siempre en subida- puede volverse un poco agotadora. Quizás sea el momento perfecto para detenerse a comprar un recuerdito. Lentes de sol, pañoletas, aros, pulsera y collares con materiales de la zona. Hay desde artesanía indígena a glamorosas prendas de vestir. Dignas de la más cosmopolita de las garotas. Si el calor tiene afectado al buen turista, no debe temer. Aún cuando no se vean los mismos locales de la parte baja con sus mesas y sillas que llaman a descansar, siempre es posible encontrar una variable de Skol bien helada. La opción puede ser, también, una gaseosa. Bien conocida es la refrescante Guaraná.
…y cae la noche
A medida en que nos acercamos al final de nuestro recorrido, se ve que varios otros han querido conocer lo mismo que nosotros. Desde todos los accesos van llegando más y más personas. Alemanes, japoneses, uno que otro francés, e incluso pudo verse un neozelandés. A lo lejos ya comienzan a sentirse los tambores. De pronto, aparecen los carritos. Algo similar a los anticuchos, pero de pollo, y sazonados en un polvo de quién sabe qué cosas. Y la especialidad de las fiestas cariocas: el alcohol barato y callejero. Por 3 Reáis, algo así como seiscientos pesos, las más deliciosas caipirinhas. De Mango, de maracujá. El comercio empieza a cerrar. Se nos unen los artesanos que hace un rato pintaban sus locuras. Se nos unen los niños. Pequeñas de 3 ó 4 que bailan como si fuera su única obligación.
No se sabe cómo, ni menos el por qué, pero de pronto hay en una esquina hay una banda. Son varios. Unos 30. Si el portugués no lo ayuda, intente con el portuñol. Después de unos intentos entenderá que se trata de un ensayo. En dos semanas será el carnaval, y bueno pues, todas las batucadas de la Ciudad se preparan. Todos bailan, se enamoran y se emborrachan. Ya decía yo que los postes no se querrían ir a dormir.
Todo es humedad en Río. Los gruesos follajes de los árboles acompañan esta primera subida y amortiguan el calor tropical. Por entre los cables eléctricos se dejan caer espesas ramas cargadas de hojas verdes. De a poco van quedando atrás los innumerables puestos donde se disfruta de refrescante y económica cerveija. Allá abajo, turistas y oriundos acostumbran sentarse a beber en sillas y mesas plásticas, todas rotuladas con la ya archiconsumida Skol. Los primeros atisbos pintorescos hacen su aparición: murales extensos que homenajean a las más grandes estrellas de fútbol del Brasil: Pelé, Ronaldinho, Kaká y los demás. Todos vistiendo, orgullosos, la verdeamarela.
Al final de la calle; una ancha escalinata de piedra. No más tránsito vehiculizado por un buen rato. No confundir con la Escadaria del chileno Selarón, conocida internacionalmente por sus coloridos mosaicos de azulejos del mundo. La que nos invita a subir está roída por el moho y un poco curvada. Eleva el recorrido en unos cuantos metros. Desde abajo pareciera ser la entrada a una casa particular. Blanca, dos pisos y de grandes ventanales. Pero al ir llegando se aprecia que es sólo un efecto visual. La realidad es que se abre paso hacia una nueva calle empinada, esta vez, en dirección perpendicular.
Tan fascinados están los cariocas con sus belezas, que ni siquiera se acuerdan de apagar la luz. Cuatro de la tarde, plena luz de día y el alumbrado público implora por descanso. En pocas horas deberá comenzar otra jornada de trabajo, y al parecer, los postes este día no tuvieron respiro. Pero esto no les quita las fuerzas. Saben que cuando caiga la noche nadie podría dormir. Conocen lo que viene, y no se lo quieren perder…
Imponentes construcciones de siglos pasados se erigen entre la selva que intenta retomar su espacio, cedido a la urbanidad. Pareciera ser que la jungla no se ha dado por vencida; se hace presente en todo espacio que se lo permita. El colonialismo portugués se encargó de dejar en estas frescas sombras su legado. Caserones de varios pisos y palacetes centenarios se encaraman en la ladera. Su decadencia es majestuosa. Amenazan, sus años, con dejarlos desparramar por la ciudad. ¡Qué bueno que no tiembla en Brasil!
Por el suelo de adoquines cruzan tranquilos los rieles de algún tren de antaño. Pero no es cualquier y simple vagón. Es un Bonde. Uno de los últimos. Desde 1986 que sale del centro de la ciudad y en 15 minutos trepa por la ladera de un morro, cruza por sobre Los Arcos de Lapa y recorre Santa Tereza. Es gracias a los moradores de “Santa” –como cariñosamente le dicen- y su eterna lucha por posicionarse como un barro histórico cultural, que el Bonde puede seguir siendo el principal medio de transporte del Cerro.
Conforme se aleja del centro, las puertas de las posadas se van abriendo. En su interior albergan los atèliers de artistas que se han apoderado este sector. Tras la decadencia de la aristocracia, y luego de que un alud obligara a la nobleza a retirarse del sector, los hippies cariocas, en los años 80’s, se tomaron las bellas y desvalorizadas construcciones; las reciclaron, y convirtieron en “imperdibles” de la Ciudad. De a poco fueron arribando otros artistas: músicos, pintores, escritores, fotógrafos y artesanos.
Sin necesidad de poner mucha atención, es perceptible aún el aroma de las especias calentadas unas pocas horas antes, para el almuerzo. Muchos restoranes tipo “picadas” se han instalado aquí. Quizás intuyeron la necesidad del turista de conocer espacios auténticos. Propios. Reales. Qué ganas de haber probado esas ricas feijoadas.
De pronto, la caminata –siempre en subida- puede volverse un poco agotadora. Quizás sea el momento perfecto para detenerse a comprar un recuerdito. Lentes de sol, pañoletas, aros, pulsera y collares con materiales de la zona. Hay desde artesanía indígena a glamorosas prendas de vestir. Dignas de la más cosmopolita de las garotas. Si el calor tiene afectado al buen turista, no debe temer. Aún cuando no se vean los mismos locales de la parte baja con sus mesas y sillas que llaman a descansar, siempre es posible encontrar una variable de Skol bien helada. La opción puede ser, también, una gaseosa. Bien conocida es la refrescante Guaraná.
…y cae la noche
A medida en que nos acercamos al final de nuestro recorrido, se ve que varios otros han querido conocer lo mismo que nosotros. Desde todos los accesos van llegando más y más personas. Alemanes, japoneses, uno que otro francés, e incluso pudo verse un neozelandés. A lo lejos ya comienzan a sentirse los tambores. De pronto, aparecen los carritos. Algo similar a los anticuchos, pero de pollo, y sazonados en un polvo de quién sabe qué cosas. Y la especialidad de las fiestas cariocas: el alcohol barato y callejero. Por 3 Reáis, algo así como seiscientos pesos, las más deliciosas caipirinhas. De Mango, de maracujá. El comercio empieza a cerrar. Se nos unen los artesanos que hace un rato pintaban sus locuras. Se nos unen los niños. Pequeñas de 3 ó 4 que bailan como si fuera su única obligación.
No se sabe cómo, ni menos el por qué, pero de pronto hay en una esquina hay una banda. Son varios. Unos 30. Si el portugués no lo ayuda, intente con el portuñol. Después de unos intentos entenderá que se trata de un ensayo. En dos semanas será el carnaval, y bueno pues, todas las batucadas de la Ciudad se preparan. Todos bailan, se enamoran y se emborrachan. Ya decía yo que los postes no se querrían ir a dormir.
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